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Inicio de Año.

Hemos llegado al inicio de año. Y experimentamos a poco de pensar la sensación de sobrevivientes. Muchos familiares y amigos se quedaron en el camino. Nosotros, los que aún quedamos, somos un año más viejos. Hablo a los de mi generación. Se llega a la edad en la que, lo que antes nos arrebataba, hoy nos deja indiferentes. Comenzamos a amar la tranquilidad y encontramos molestos acontecimientos inesperados. Ya no cambiamos fácilmente de opinión. Las palabras vibrantes nos entusiasman menos y los pensamientos profundos nos causan la penosa impresión de lo extremadamente difícil. En cambio, ahora, se disfrutan más la intimidad y la paz del hogar. Dicen que uno es tan viejo como se siente, pero la verdad es que la vida natural, biológica, es un proceso degenerativo ininterrumpido. ¿Los jóvenes? ¡Ay los jóvenes! También nosotros lo fuimos. ¡Juventud divino tesoro! La única época en la se permiten las ‘indejadas’.

Nuestro espíritu, sin embargo, se resiste al inexorable paso del tiempo y continuamos leyendo, escribiendo, pensando, hablando y no nos resignamos al final definitivo. Plantamos los árboles del huerto y queremos comer sus frutos. Plantamos un rosal y queremos ver las rosas frescas, cuajadas de rocío. Y anhelamos el lucero de la mañana. Y vemos, de nuevo, la mujer hermosa que un día se plantó, fulgurante, en la alborada de la vida. Tal el drama del hombre: ansias infinitas de plenitud, anhelante siempre de comulgar con lo infinito y definitivo, y siempre fallido en lo más profundo de su anhelo. Pero nuestra condición es tal, como decía Lutero, que, si yo sé que mañana se acaba el mundo, hoy, de cualquier modo, planto un manzano.

El tiempo nos arrastra en su caída inexorable. Veía, un día de estos, el documental sobre una isla exuberante de extraordinaria hermosura, en el Sureste asiático. Desde un helicóptero la cámara va siguiendo un torrente impetuoso que se abre paso, bravío, entre la selva tupida e impenetrable. Furiosamente, el torrente va salvando obstáculos, estrellándose contra las rocas de basalto haciendo que el agua se resuelva en brisa, y en cerradas curvas ciñe por los pies  las montañas, incontenible avanza. A intervalos desaparece bajo la espesa fronda para surgir después con el mismo ímpetu e inquietante belleza. El final es abrupto. Intempestivamente, el torrente se precipita cayendo al mar pesadamente, con toda su furia, deslizándose por el acantilado, como un enorme chorro de plata lanzado al vacío. Ahí termina su carrera, en el mar se acaban su furia y su prisa. Y queda la sensación de vértigo. Y pensé que esa es la imagen de nuestra vida, ímpetu, furia, carrera y prisa, mientras el final aguarda. Y recordé aquello de que “nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir.” O bien, aquello de la Sabiduría: “todos los ríos van a dar a la mar, y la mar nunca se sacia”.

Y, ¿qué es el tiempo? ¿Es, tan sólo, una duración infinita de momentos dentro de la cual encuentran lugar las otras duraciones más o menos largas? Y cada uno de nosotros estamos contenidos – o somos – en alguna de esas otras duraciones más o menos largas. La reflexión de los filósofos sobre el tiempo va unida a la reflexión sobre el espacio y se ha resuelto sustancialmente de la misma manera: ultra realista (Platón y Newton), conceptualista (Kant), lógico realista (Aristóteles). De Aristóteles es la definición clásica del tiempo: “el tiempo es la medida del movimiento según un antes y un después”. Pero fue S. Agustín el primero en afrontar a profundidad la cuestión del tiempo. Y comienza en forma poco prometedora: “¿qué es pues el tiempo? Si nadie me lo pregunta lo sé; si quiero explicarlo a quien me lo pregunta, no lo sé” (Conf. XI, 14). Parte Agustín de la valoración ontólogica del tiempo según las tres fases en las que se divide: pasado, presente y futuro. Y descubre que, en si mismo, el futuro todavía no es, mientras que el pasado ya voló y no existe más; de tal manera que pasado y futuro, en si mismos, no poseen ninguna existencia. La poseen solamente gracias al presente que conserva el pasado y anticipa el futuro. Esto sucede gracias al hombre y a sus facultades cognoscitivas: la memoria que retiene el pasado, la previsión que anticipa el futuro y la intuición que atrapa el presente. Por lo tanto, “el tiempo no existe fuera del hombre, sino sólo en el hombre: Es en nuestra mente donde se encuentran, en algún modo, éstos tres tiempos, mientras que en otra parte no los veo: el presente del pasado, es decir, la memoria, el presente del presente, es decir, la intuición, y el presente del futuro, es decir, la espera” (Conf. XI, 20). Es pues, en la mente humana donde el tiempo encuentra la razón de su medida. “Es en ti, oh alma, donde yo mido el tiempo. La impresión que las cosas dejan en ti al pasar, y que en ti quedan cuando ya pasaron, eso es lo que mido cuando mido el tiempo”.

Existencial es S. Agustín cuando, hablando de su vida, que fue también torrente embravecido, queriendo devorar el tiempo, dice: “creía devorar el tiempo, pero el tiempo me devoraba a mí”. Y es que el tiempo nos hace sentir nuestra natural caducidad, y materialmente nos devora; nuestra condena es el tiempo. Y más en nuestro tiempo donde la velocidad es el requisito esencial y no podemos detenernos un momento porque quedamos rezagados. Esto nos obliga a vivir volcados hacia fuera, a vivir de prisa, corriendo, sin detenernos un momento, en nuestra vida.

El teólogo P. Tillich escribe: “nuestra vida cotidiana, en el trabajo, en la familia, hecha de viajes en autos, en aviones, hecha de encuentros y conferencias, de tantos periódicos, revistas, publicidad, radio y t.v., es el ejemplo de una vida privada de la dimensión de profundidad, de una vida que pasa y en la cual en cada momento hay algo que hacer, que decir, que ver, que proyectar. En estas condiciones el hombre no puede hacer la experiencia de la profundidad de su ser porque ya no hay lugar para el silencio ni la posibilidad del recogimiento”.

A ti se acoge, Señor, el tiempo en su caída. “Oh, alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”, canta el poeta en su fatal resignación. (Píndaro). ¡Pobre Sísifo de todos los tiempos! Es el alma griega atrapada en su impotencia. Y es que el tiempo necesita de la redención para dejar de ser el círculo infernal del eterno retorno, del eternamente lo mismo, y convertirse en proceso ascendente hacia la plenitud. El tiempo queda redimido cuando la “Eternidad entra en el tiempo”, cuando llega a su pléroma, a su plenitud, mediante la Encarnación del Hijo de Dios; entonces se abre un camino y el tiempo se convierte en gracia, en posibilidad; oportunidad, gracia y posibilidad de un encuentro con el “Otro” que convencionalmente bien podemos llamar Dios, y de esta manera el tiempo es preludio de eternidad dichosa y adquiere valor infinito que no nos es lícito desperdiciar. Ya no es un siempre lo mismo, círculos que se cierran sobre sí mismos, sino parábola inmensa a la manera del arcoíris, espiral ascendente es toda vida que no se malogra. ¡Cuánto tiempo y cuántos dones desperdiciados!, se quejaba, J.V., al final de su vida fecunda. Y pedía perdón a Dios por ello. Nada de extraño tiene, pues, que pidamos perdón por el tiempo desperdiciado, por el mal uso de los dones, pues cuando no lo empleamos para lo que debemos lo desperdiciamos, y que pidamos la gracia de darle al tiempo el valor de eternidad que le es propio. ¡Sabia virtud de conocer el tiempo! ¡Feliz Año Nuevo!

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«¡Los tiempos son malos!  ¡Los tiempos son calamitosos! Es los que dicen los hombres. Pero sucede que nosotros somos nuestro tiempo. Vivamos bien y nuestros tiempos serán buenos. Como seamos nosotros así será nuestro tiempo». (S. Agustín).

También decía este genio luminoso: “La ciudad son los ciudadanos, no las murallas”. Que Juárez es así o asá, que México es de este modo o del otro; más bien somos los juarenses, los mexicanos quienes somos de tal o cual modo.

“Si se hunde Pemex, se hunde México”, dijo un célebre líder del gremio ante el Presidente. Ya se hundió Pemex, pero, como al ‘acorazado de bolcillo’, el Graf Spee, lo hundió su capitán. Ya no tenemos que aprender a ser ricos, a manejar la riqueza; se acabó aquello del ‘cuerno de la abundancia’; ya no habrá que defender esto ‘como un perro’, ni eso de que no ‘habrá más aumentos en la gasolina’, dicho apenas hace un año. Es malo el subsidio. Bien. Antes que al diésel quitar todos los subsidios a la política; el diésel sirve para producir alimentos. ¿Subsidios? El gobierno anunció el día 28 que asumirá 161 mmp de la deuda de pensiones de la Cef. Antes había asumido 184 mmp de Pemex. Vía impuestos los mexicanos tenemos que pagar todo eso y más: sueldos, prestaciones y pensiones de funcionarios y empleados del sector público. (Sarmiento). La oficina respectiva se encuentra SATurada de trabajo.

El consuelo que nos queda es que los hijos de mis amigos son los que recibirán los beneficios de estas medidas hacendarias, según Meade. ¡Ríase usted del peligro Trump!