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La idea de una ‘emergencia educativa’ fue expuesta por B.XVI ante el presidente italiano. La importancia de la educación no se agota en el número de estudiantes y la ‘currícula’. El papa afirma que son muchas las instancias que han de colaborar en la tarea trascendente de la educación juvenil. Son muchos los agentes llamados a compartir esta tarea: «Deseo dirigirme también a los padres, las familias y a todos los estamentos educativos y formativos, así como a los responsables en los distintos ámbitos de la vida religiosa, social, política, económica, cultural y de la comunicación. Prestar atención al mundo juvenil, saber escucharlo y valorarlo, no es sólo una oportunidad, sino un deber primario de toda la sociedad, para la construcción de un futuro de justicia y de paz».

La lista de los implicados en la tarea educativa de la juventud es exhaustiva. Comenzando por los padres y la familia y terminando con “los medios”. La pregunta sencilla e inquietante es ¿Qué estamos haciendo por la verdadera educación de nuestros jóvenes? Un programa educativo es condición sine qua non, para la recuperación; no es a base de golpes de timón erráticos y caprichosos como se conquista el futuro. El camino se antoja largo y difícil porque la educación es un proceso que se desarrolla en el tiempo y que exige, incluso, el trabajo programado de generaciones.

Vivimos una verdadera “emergencia educativa” cuya solución exige una revolución cultural de signo positivo, o, mejor aún, espiritual, cual no la ha tenido México desde 1921-1924. En la acepción más evidente de educación, – cuántos van a la escuela y qué aprenden -, estamos reprobados, nuestro sistema educativo ha fracasado. Dijo AMLO: “el sistema de salud, (ni medicinas tiene), y la educación han fracasado en México”. Y no por falta de dinero. ¿Qué diremos, entonces, de la educación en sentido estricto? Sin embargo, si vemos que la educación es una tarea compartida por los diversos estamentos sociales mencionados, el fracaso es general. ¿Será posible que ninguno de dichos estamentos esté educando a las nuevas generaciones? Si gusta contrastar lo dicho con la realidad, pregunte o revise en las propuestas de las y los candidatos, el tema educación. La de ellos y la ajena. Si no es para turbias alianzas, ni se menciona.

Partimos del hecho que educar es mucho más que transmitir conocimientos.  Hablando a los profesores universitarios, en España, B. XVI, decía: “Para esto, es preciso tener en cuenta, en primer lugar, que el camino hacia la verdad completa compromete también al ser humano por entero: es un camino de la inteligencia y del amor, de la razón y de la fe. No podemos avanzar en el conocimiento de algo si no nos mueve el amor; ni tampoco amar algo en lo que no vemos racionalidad: pues “no existe la inteligencia y después el amor: existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor”. Si verdad y bien están unidos, también lo están conocimiento y amor. De esta unidad deriva la coherencia de vida y pensamiento, la ejemplaridad que se exige a todo buen educador”.

En este bello y profundo texto, B. XVI define lo que es una educación auténtica, aquella que abarca al hombre en su integridad, que no mutila sus potencialidades, que guía al alumno en el conocimiento de sí mismo y de los demás, que lleva a apasionarse por la verdad, lo cual, a su vez, exige al educador la “coherencia de vida y pensamiento”, es decir, que el ejemplo de vida es el primer requisito para la educación. Así lo han hecho los maestros que lo han sido.

Pero ¿dónde encontrarán los jóvenes esos puntos de referencia en una sociedad quebradiza e inestable? A veces se piensa que la misión de un profesor universitario sea solo formar profesionistas competentes y eficaces que satisfagan la demanda laboral en cada preciso momento. También se dice que lo único que se debe privilegiar en la presente coyuntura es la capacitación técnica. Cierto, cunde en la actualidad esa visión utilitarista de todo.

Ya F. von Schelling (1775-1854) indicaba que “El hombre se hace más grande a medida que se conoce a sí mismo y descubre la fuerza que tiene. Avivad en él la conciencia de lo que «es», y aprenderá pronto a «ser» lo que debe ser; haced que se respete a sí mismo a nivel teórico, y el respeto práctico no se hará esperar”. La educación no es, pues, una solo impartir unas materias ni un proceso de domesticación, sino el arte difícil de formar una persona capaz de asumir libremente y con responsabilidad la tarea de la vida, abierto a los otros y capaz de compartir. Aquí radica su emergencia.

“La educación, continúa Schelling, es la aventura más fascinante y difícil de la vida. Educar –que viene del latín edúcere– significa conducir fuera, fuera de sí mismos para introducirles en la realidad, hacia una plenitud que hace crecer a la persona. Ese proceso se nutre del encuentro de dos libertades, la del adulto y la del joven”. Ese “conducir fuera” quiere decir, conducir al niño, al joven, a superar el feroz egoísmo natural, su natural y ridícula autosuficiencia; en pocas palabras, llevarlo a comprender que, para llevar a cabo su programa de vida, necesita ayuda y debe dejarse ayudar. Es la confluencia de las libertades. Una tarea de tal calado dice B.XVI, “Requiere la responsabilidad del discípulo, que ha de estar abierto a dejarse guiar al conocimiento de la realidad, y la del educador, que debe de estar dispuesto a darse a sí mismo. Por eso, los testigos auténticos, y no simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone”.

Pero, aún este proceso de apertura y reconocimiento es objeto de aprendizaje. Nos cuesta tanto trabajo comprender que necesitamos ayuda, reconocer nuestra impotencia y fragmentariedad; aún adultos, la soberbia y la autosuficiencia, que se proyecta a todos los niveles, es el resultado de una deficiente formación humana, aunque ostentemos títulos rimbombantes. 

En cada una de las instancias enumeradas por el Papa hay una tarea enorme por hacer y, además, plantea la exigencia del propósito común. Difícilmente podrán los padres llevar a cabo la tarea educativa si los medios, por ejemplo, presentan solo planteamientos falsos y difunden modelos irreales de vida, si, sistemáticamente se acallan los valores humanos y cristianos, que son los nuestros, y se hace de la violencia y el sexo realidades primordiales y necesarias de realización, si la cobertura de la violencia roza los límites de la apología y el morbo.

El proceso educativo ha de comenzar muy temprano. La familia es la primera instancia de la educación. Es más, la primera función de la familia, la que se desprende más inmediatamente de su mismo ser, o, más bien, que se confunde con él, es la función educadora. Pero muchas veces la familia no puede cumplir esta misión.

 Vivimos en un mundo en el que la familia, y también la misma vida, se ven constantemente amenazadas y, a veces, destrozadas. Incluso unas condiciones de trabajo a menudo poco conciliables con las responsabilidades familiares, la preocupación por el futuro, los ritmos de vida frenéticos, la emigración en busca de un sustento adecuado, cuando no de la simple supervivencia, acaban por hacer difícil la posibilidad de asegurar a los hijos uno de los bienes más preciosos: la presencia de los padres; una presencia que les permita cada vez más compartir el camino con ellos, para poder transmitirles esa experiencia y cúmulo de certezas que se adquieren con los años, y que sólo se pueden comunicar pasando juntos el tiempo. Deseo decir a los padres que no se desanimen. Que exhorten con el ejemplo de su vida a los hijos a que pongan la esperanza ante todo en Dios, el único del que mana justicia y paz auténtica, concluía B. XVI.