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El miedo es el mayor
sepulturero de las
libertades. 
Patterson

De nuevo, La Peste, escrita en junio de 1947, teniendo el autor ante sus ojos la inmensa estupidez de las guerras que devastaron Europa, que arrasaron la “table de valores”, estulticia que aniquiló el sentido mismo de lo humano, ha cobrado actualidad increíble. Nadie como Camus interpretó el significado profundo de nuestra era. En cierta ocasión Truman preguntó a su Secretario de Estado sobre la moralidad de alguna cuestión; el secretario le contestó: “después de las bombas atómicas, la pregunta sobre la cuestión moral no tiene sentido”.

En efecto, el s. XX es el más sangriento de la historia; la teología cristiana y el pensamiento filosófico, no pudieron, ya, reflexionar del mismo modo. Camus se asoma a ese fondo que nos recuerda a Jeremías: “El corazón (el hombre) es lo más falso y retorcido; no tiene arreglo: ¿Quién lo conoce? Yo el Señor, escudriño el corazón y las entrañas para dar a cada cual según sus obras” (17,9-10).

Pero Camus no se ancla en el pesimismo sartriano; la lucha solidaria de los médicos hasta el final, la muerte por contagio de padre Paneloux, revelan que hay esperanza, que no todo está derrumbado, que siempre habrá gente capaz de compromiso, de sacrificio. Camus conocía bien el tema. Ahora esta vieja novela se ha convertido en un verdadero Best Seller; nuevas ediciones en Francia y España y los comentarios abundan, ¿por qué? Tal ves porque la novela revela la estulticia de los gobiernos que se aturden con sus discursos y estrategias y se muestran incapaces para enfrentar el problema, que se ahogan en su autosuficiencia y obsesiones. Y revela, también, la inconciencia de los ciudadanos, siempre distraídos en sus asuntos y diversiones. No sé cómo Vargas Llosa califica de mediocre a esta novela.

El 18.07.02 escribí para El Diario de Juárez un breve comentario a esta novela; he aquí unos fragmentos: “Por de pronto, médicos y autoridades no se atrevían a reconocer que los extraños acontecimientos – tales como la aparición de miles y miles de ratas que salían de sus escondites a morir en las calles y en las casas, cogidas por violentas convulsiones  y dolorosas agonías que podían ser muy largas, y les arrancaban agudos chillidos, muriendo, al fin, echando sangre por los orificios, al igual que el numero crecientes de personas que morían a diario – fuesen, en realidad, algo grave. Preferían, unos, esperar los resultados de los análisis, y otros atenerse, mejor, a la estadística antes que pronunciar la palabra temida.  Ciertamente, día a día, aumentaba el número de ratas muertas a grado tal que el Ministerio de Desratización hubo de tomar cartas en el asunto. A diario se recogía en camiones las ratas que morían por todos los rumbos de la ciudad. 

Los médicos no estaban de acuerdo en el diagnóstico y las autoridades de la ciudad esperaban su opinión para tomar las medidas pertinentes.  Lo de las ratas podría ser algo pasajero; en unos días, de seguro, pasaría el espectáculo desagradable e irritante. No hay motivo para alarmar a la población porque nunca se sabe cómo va a reaccionar. En cuanto a las pocas personas muertas, pocas en realidad, no debía ser motivo de alarma; puede tratarse de una simple tifoidea. Con todo, a instancias del Dr. Rieux, la prefectura citó a la comisión de sanidad para discutir el asunto. La opinión del Dr. Richard expresaba muy bien el estado de ánimo de los dirigentes, médicos y gobierno, de la ciudad: “ciertamente la población se inquieta. Además, los habitantes lo exageran todo. El prefecto me ha dicho: «obremos rápido, pero en silencio». Además, está persuadido de que es una falsa alarma”. Pero otro temor aprisionaba al prefecto: “¿sabe? – me dijo – el ministerio de salud no tiene medicinas. Hay que pedirlas a la capital y no sabemos cuándo nos las envíen”. La política a seguir era clara: no alarmar a la gente, que no haya pánico en la ciudad; debemos aguantar callados y haciendo lo que podamos con lo que tenemos. Actuemos, pero como si no pasara nada, era la consigna.

Por otra parte, en la ciudad sucia, ruidosa y sin árboles, agobiada por el intenso calor húmedo del verano – bien podría ser Orán o Juárez, nada cambia, el fondo es el mismo – todo seguía igual; sus habitantes continuaban con su rutina. Seguían comprando y vendiendo, en esto consistía la vida de la ciudad; construían y derrumbaban, se divertían y peleaban las diarias peleas vulgares de la vida; actuaban como dice la Biblia que actuaban los contemporáneos de Noé, inconscientes y distraídos. Encima el infinito cielo azul y el sol en redundancia, abajo la miserable rutina de la vida. Desde su ventana el Dr. Rieux veía a la gente, ajena y distraída, continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones, ¿cómo podían pensar en la cercanía de un mal terrible?, pensaba el doctor. 

Él lo sabía, y no quería reconocerlo. Y sufría con el dolor propio de los que saben lo que todos ignoran y deberían saber. Y la lucha interna lo agotaba. El continuaba – según antigua costumbre de los médicos antiguos – visitando a sus enfermos en sus domicilios hasta terminar agotado, en la noche; y en el corazón clavada la incertidumbre. Nada agota tanto como la sorda lucha interior, como la indecisión; el alma queda atrapada en la parálisis y las noches, pobladas de fantasmas, se alargan más de lo que uno quisiera. Si, él lo sabía; se trataba de la peste, de la fiebre bubónica. Si dejamos que esto corra probablemente mueran las dos terceras partes de la población, se decía. La duda, la duda y la incertidumbre escocían el alma del Dr. Rieux. ¿Cómo podemos estar todos tranquilos e indiferentes ante un mal de esa magnitud? Tan desconcertado estaba el doctor como indiferente la población.

Las plagas, en efecto, son una cosa común, pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza, se decía a sí mismo el doctor. Ha habido tantas pestes en el mundo como guerras, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: “Esto no puede durar, es demasiado estúpido”. Y, sin duda, una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez es persistente, uno se daría cuenta de ello si no pensara sólo en sí mismo. Nuestros conciudadanos a este respecto eran como todo el mundo – se consolaba el doctor -, piensan sólo en ellos mismos. Dicho de otro modo, son humanidad: no creen en las plagas. Las plagas no están hechas a la medida del hombre, por lo tanto, el hombre se dice que la plaga es irreal, un mal sueño y que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño, es el hombre el que pasa, y los humanistas, en primer lugar, por no haber tomado precauciones.

Y apelaba a sus conocimientos y recordaba las pestes que habías reducido a menos de la mitad la población de Europa. Pero ¿qué son cien millones de muertos?, reflexionaba. Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe alguien lo que es un muerto. Y además un hombre muerto sólo tiene peso cuando uno lo ha visto muerto. Cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia reciente, no son más que humo en la imaginación. Nadie podemos imaginar como sea esa cantidad de muertos. Nosotros apreciamos los hechos concretos, particulares, cercanos, los datos manejables;

Apoyado en la ventana, Rieux, contemplaba el cielo y el mar, nítidos, compitiendo en la limpieza de sus azules. “No hay que abandonarse a estos pensamientos”, se dijo. Pero la duda, la duda maldita los frenaba a todos. El contagio no es absoluto, pero si lo fuera, tendríamos una multiplicación matemática infinita y un despoblamiento fulminante, acabó por decirse. El Dr. Castel dio el fallo definitivo: las ratas han muerto de la peste o de algo parecido y han puesto en circulación millones de pulgas que transmiten la infección en proporción geométrica, si no se les detiene a tiempo”.

Por la noche, entre el sueño y la vigilia el miedo se hacía gigante, sin embargo, se lograba olvidar un poco. “Pero la noche estaba también en todos los corazones”, dice el narrador.  “Y por la mañana todos volvían a la plaga, es decir, a la rutina”. El diagnóstico, con visos de denuncia profética, es irrebatible.

Tal vez nuestras abuelas lo decían más sencillamente: “están viendo la tempestad y no se hincan”. Mandar un avión militar por mexicanos a Argentina y de paso llevarse algunos argentinos, y aquí, el llano en llamas: una crisis sin precedentes nos menaza, aumentará el paro, fuentes de trabajo están cerrado, no hay medicinas ni instrumental médico para análisis en gran escala; ya se dieron los primeros saqueos. Lo bueno es que los pobres son inmunes al virus. (¿!!?).

“Corea y Taiwan ni siquiera tuvieron que recurrir al confinamiento de las personas. La capacidad de sus gobiernos para monitorear a sus ciudadanos permitió aislar los contagios y detener la epidemia sin trastocar brutalmente a la economía o enclaustrar a las personas”. (Z. Patterson). La estulticia de los dueños del mundo es la verdadera peste, según Camus.